Mural “Liberación” que realizó el maestro pintor, grabador, muralista y escultor, Fernando Ramírez Osorio

Hora cero

Aura Aguirre Aguirre


Una de las responsabilidades menos agradables en la vida es encarar la certeza de la muerte. Nuestro sentido de inmortalidad está intermitentemente activado con el principio religioso de la eternidad, mas el cerebro acepta esta extensión de vida trascendiendo la premisa de que puede haber un más allá como último recurso ante la no aceptación de la muerte.

Jamás se nos ocurre, y me refiero, en nuestro diario vivir, pensar, que uno se puede morir en cualquier momento, por supuesto que lo decimos, lo comentamos, lo aceptamos literalmente, en especial si algún ser querido o conocido se nos adelanta. Pero esta aceptación es como un globo al que nadie quiere atrapar en el aire. Aunque la hora cero, o sea la muerte, es un estado, morir es un verbo: ir, irse, es viajar, es retirarse de la morada que tenemos aquí en la tierra. La palabra muerte es fulminante y ante la imposibilidad de remediarla, detenerla, abstraerla, cada cultura la redime en su vocabulario.

Nuestros vecinos norteamericanos, por ejemplo, jamás pronuncian la palabra muerte, excepto cuando el cuerpo esta frente a los ojos. No se mueve, por lo tanto, está muerto, pero cuando ese cuerpo sale completamente maquillado y es expuesto en la sala, para su velatorio, no se pronuncia una palabra que se invertiría en blasfemia: muerte. Se dice: he passed away, o sea, se fue a esperarnos, el que muere se va a esperar. He / she is gone. Se fueron; no se murieron para siempre; no abandonaron la morada para siempre.

Nuestros seres queridos, dentro de las costumbres o creencias latinoamericanas, “se van al cielo”. La muerte es un tema del que poco nos atrevemos hablar, y si lo hacemos será por ráfagas de tiempo, o cuando envalentonados empezamos a filosofar después de haber leído un poema de Poe, como aquel en el que el cuervo anuncia con un “nunca jamás”, la muerte, o un cuento como el de Kafka, en el que el protagonista presencia su propia muerte.

Hemos escuchado en momentos de exabrupto ante una pérdida a un deudo decir que alguien debería haberse muerto en vez del que yace inmóvil, o sea esta persona piensa que la muerte debe asumir nuestros intereses... es razonable hasta cierto punto esta intolerancia hacia el crucial evento dentro de nuestra limitación las emociones tienen a confundirse.

En todo caso, ¿por qué no ha de morirse aquel viejecito que al ya nadie quiere y está tan enfermo? Vaya que jugamos a ser dioses.

Queremos pensar que en el ser humano el espíritu permanece ante la materia, pero comprobamos que en cualquier época y sin discriminaciones de razas o religiones, que como seres de doble naturaleza, es difícil evitar que alimentemos nuestro ímpetu, nuestro cuerpo, nuestros músculos, nuestra vanidad, aunque fuera con el razonamiento de que es necesario dar el mantenimiento a nuestro cuerpo para que sea la honorable casa de nuestro espíritu, mientras estamos en el ascenso hacia la perfección, porque viviendo en la tierra, no podemos entender la esencia de los ángeles. Nos queremos tanto que parecería que nuestra misión es producir un combustible cada vez más letal, llamado egoísmo, para explotar en vez de trascender, para aferrarnos a la tierra con ese egoísmo primitivo, en vez de convertirnos en parte de la gran explosión espiritual que nos unirá con ese hemisferio desconocido que sabemos existe porque somos cuerpo y alma.

Y es que cada ser humano se ha planteado el guión de su propia película, y nos hemos convencido de que el que se queda con la última palabra es el campeón de la historia inédita que nunca acabamos de escribir.

La hora cero es la llegada de la sabiduría, del entendimiento de nuestros sentimientos, la vigencia de la verdad, la esperanza de otro encuentro significante con Dios.

Me gusta mi casta, o sea esa manera interior de sentirme inconfundible no importa dónde y con quién esté. Ese es el manifiesto de mi unión con algo superior, esa luz que está dentro de nosotros mismos y nos mantiene como el cirio al fuego, es la apertura infinitesimal que abre el misterio que encierra la muerte.

Cada ciclo en nuestras vidas está especificado, y todo lo que nuestros abuelos nos dijeron a nosotros lo repetiremos a nuestros nietos si llegamos a viejos.

Pasar el límite hacia la senectud nos convierte en niños nuevamente, nos coloca en un limbo al que nos acercamos si la conciencia nos produce temor.

De nada hubiera servido un Cristo sin crucifixión en un tiempo de barbarie, el martirio de Ana Frank sin un Hitler obsesionado, ni un Irak sin un enemigo foráneo desorientado ante una cultura diferente, si esos eventos no se convirtieran en motivos de recapacitar, de equilibrar nuestras pasiones humanas, de aceptar nuestros errores, emprender caminos que nos confirmen como seres que hemos recolectado lo bueno y sabemos qué hacer con ello.

Sin embargo, para encontrar nuestra hora cero tenemos que salir de la jungla que nos endureció pero al mismo tiempo nos hizo reconocer cuan pobres somos, cuan pequeños en nuestro monstruoso egoísmo.

Reconocer que pese a la inmunidad de los crueles, la conciencia laxa de los poderosos, hay un sentido de equilibrio hermosamente escondido, en esa sensación de experiencia que produce el haber alcanzado la hora cero, la hora límite: el equilibrio.

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